¡Viva Cristo Rey!
Lo divino y lo humano se entremezclan, lo profano muestra lo sacro y Dios se hace presente donde menos lo esperas.
Hace unos días traducía el prólogo del Edipo Rey de Sófocles y no paraba de darle vueltas a lo que los cristianos celebramos este domingo, la fiesta de Cristo Rey. La tragedia surge en la Antigua Grecia como una suerte de liturgia presidida por un sacerdote del dios Dioniso, en ella se educaba al pueblo en los valores de la polis y se aprovechaba para celebrar el fin de los pesados trabajos en el campo. En Quas Primas, la encíclica que Pío XI dicta sobre la festividad de Cristo Rey, se señala la función que tienen las fiestas religiosas: «instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu» (QP 20). Del mismo modo que la tragedia en Grecia, al hombre «le habrán de conmover necesariamente las solemnidades externas en los días festivos, que por la variedad y hermosura de los actos litúrgicos aprenderá mejor las doctrinas divinas».
La soberanía de Cristo sobre todo el género humano, crea o no en él, fue puesta de manifiesto por León XIII en Annum Sacrum: «bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano». Decía Pío XI, que Jesús es nuestro Rey no sólo porque nos haya creado, sino porque también se nos ha entregado totalmente para redimirnos (QP 12). Este gobierno se manifiesta en varios campos: el espiritual, el temporal y el social e individual. Centrémonos en este último y recordemos la escena de nuestro Edipo. «Y si los príncipes y gobernantes legítimamente elegidos se persuaden de que ellos mandan, más que por derecho propio por mandato y en representación del rey divino, a nadie se le ocultará cuán santa y sabiamente habrán de usar su autoridad» (QP 18), esto es, que el rey bueno será aquel que se reconoce humano y siervo de Dios.
En Edipo Rey los ciudadanos y el sacerdote de Zeus se postran ante Edipo, rey de Tebas, para que cure la ciudad de cuantos males la asolan. Ellos se acercan a su rey corriendo hacia él, coronados con ramas de olivos, rebosando la ciudad de incienso y entonando peanes y lamentos. Edipo había librado a los tebanos del mal de la Esfinge y sus súbditos le estaban agradecidos, le rendían respetos y esperaban que siguiese obrando rectamente ante ellos. Este texto es muy curioso: el sacerdote y los ciudadanos rinden unos honores al Rey que sólo se le rinden a un dios. Sin embargo, sería descabellado pensar que un hombre religioso como Sófocles pretende divinizar en su obra a un mortal. Basta con escudriñar el texto para ver que al mismo tiempo que sucede lo dicho, se remarca que están en actitud suplicante ante el rey Edipo «sin llegar a compararte con los dioses ni yo ni estos jóvenes, pero sí juzgándote el primero de los hombres en desgracias en la vida y en le trato con los dioses» (v. 31-33) Y es más, Edipo es querido y respetado por su pueblo porque le ayudó no con sus propios medios, sino que «nos enderezaste la vida por la ayuda del dios» (v. 38). Edipo en este fragmento es el ideal de gobernante, es aquel que trata a los ciudadanos de manera familiar —les llama hijos en el primer verso de la obra—, como a hermanos en la fe y en la debilidad humana. No es Edipo quien gobierna ni es Edipo por quien encienden incienso y entonan peanes, es el dios el que mueve a Edipo y el que mueve el mundo. Le piden que entre en el corazón de Edipo para que gobierne con rectitud la ciudad y los libre del mal. Edipo es un gobernante querido y bueno porque es dócil con lo divino.
Es hermoso creer que tras todo lo bueno se esconde la faz de Cristo, la acción misteriosa de Jesús. Aunque no se hubiese hecho carne en aquel momento, existe desde el principio y su obra de redención no conoce los límites del tiempo, puesto que es Él el principio y el fin.